Reseña de Las intermitencias de la muerte de José Saramago
Un comentario frecuente a los últimos libros de José Saramago es que está repitiendo la misma fórmula de novela en novela. A saber, ésta consiste en proponer un tema, exagerar alguno de sus aspectos hasta el absurdo y desprender de esto algunas moralejas e historias. En Las intermitencias de la muerte, el Nobel vuelve a plantear el mismo esquema, agregándole, tal vez para diferenciarla de anteriores entregas, una mayor dosis de humor que el habitual.
En este nuevo título, Saramago utiliza los mismos recursos que se le conocen desde sus inicios: historia ambientada en un lugar indefinido, los personajes son llamados por sus ocupaciones o cargos, uso particular de la gramática, entre otros. En esta ocasión, en un país sin nombre se da que al comenzar un año las personas dejan de morir. Con esta excusa muy propia del autor de La balsa de piedra se construye un relato que podríamos dividir en dos partes. La primera, en la que se elucubra a partir del supuesto problema de “dejar de morir”; y la segunda, en la que la muerte, con m minúscula, deja de ser una abstracción para convertirse en personaje.
La parte inicial explora, como si fuera una fábula, las supuestas complicaciones de dejar de morir. Quién pagará las pensiones cuando haya más jubilados que trabajadores, a dónde mandar a los ancianos cuando estén llenos los asilos, cómo mantener la fe en Dios sin el miedo a fallecer (entre otras reflexiones fáciles de relacionar con la realidad) llenan las primeras páginas. Se describe de una forma simple los vericuetos del poder político y económico, recalcando en cada línea un par de ideas en apariencias contestatarias. Por ejemplo, relatar los coqueteos de un gobierno con la mafia –o maphia como prefiere llamarla Saramago– es ese tipo de descubrimientos que sorprendería a muy pocos.
La trama va discurriendo de mostrar un amplio paneo a un país y sus alrededores con un “peculiar” problema hasta centrarse en, digámoslo así, la experiencia vital de la muerte. Ella, protagonista principal de la novela, adquiere conforme pasan las páginas más características humanas hasta terminar en una bella mujer. La razón de dicho cambio es una persona, un violonchelista al que no puede matar. En la segunda mitad, Las intermitencias de la muerte se centra en narrar la obsesión de la muerte con este músico, un artista segundón con pocas posibilidades de destacar de entre la masa.
Un dato extraliterario que se rumorea con insistencia es que Las intermitencias de la muerte sería su último libro. Más allá de ser cierto o no, se nota en esta entrega la intención del portugués de ir cerrando etapas para ir preparando el adiós. Hay algunos guiños al lector que abonan en esta línea. La descripción sobre la forma de escribir de la muerte calza perfectamente para el estilo del Nobel. En ese sentido, es difícil no ver en el violonchelista que la muerte no puede despachar al otro mundo no sólo una alegoría de la humanidad y de la vida, sino incluso de la literatura. Esta novela podría verse como el manifiesto de un escritor que no quiere dejar de escribir, de un autor que se resiste a despedirse.
Publicado en el suplemento identidades de 23 de enero de 2006
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