jueves, mayo 29, 2008

Quipu 3: Juan Osorio Ruiz

El tercer escritor elegido para su publicación en Quipu es el hasta hoy inédito narrador Juan Osorio Ruiz, nacido en Huancayo en 1976.
A partir de la fecha, Quipu anuncia que sus ediciones serán mensuales y ya no quincenales, de modo que los cuentos o poemas ganadores serán publicados por la red de blogs asociados al proyecto no cada dos lunes, sino cada cuatro lunes de ahora en adelante, para facilitar la labor de las personas encargadas de la evaluación.
Asimismo, comunicamos a los lectores y participantes que uno de los ofrecimientos que recibimos en un principio, la publicación impresa de los textos en el suplemento Identidades del diario El Peruano, no se ha podido mantener en pie en razón del poco espacio disponible en el periódico, motivo que escapa al poder de los encargados de este proyecto.
Quienes necesiten recordar las bases de participación, podrán verlas en los blogs Puente Aéreo y Quipu esta semana.

Ripucuchcaniñam ccamña allimlla
Juan Osorio Ruiz
Mi bisabuela llegó desde Huancavelica unos meses después de la muerte de mamá, a mitad de una tarde en la que las ventanas lagañosas impregnaban de frío la sala de mi casa. Llegó del brazo de mi padre, su nieto, envuelta en sus innumerables polleras, luciendo un sombrero gris decorado con coquetos ribetes rojos, saludándonos con tiernas frases quechuas llenas de diminutivos y con una minúscula maletita en la que traía todo lo que necesitaba: una que otra prenda de ropa, una bolsita con menjunjes que sólo ella sabía utilizar y el álbum de fotos familiares de contenido casi arqueológico.

Una vez instalada en la que era hasta entonces mi habitación, mi padre nos convocó a mis hermanas y a mí para pedirnos estar siempre solícitos y atentos con ella por lo avanzado de su edad. Sin embargo, pronto descubrimos que mi bisabuela tenía la rara cualidad de anticiparse a todo, y a todos: se levantaba muy temprano y con el caminar propio de quien ha comprendido que hay un momento en la vida a partir del cual toda prisa es inútil, pues todo plazo se vence y toda prerrogativa se acaba, se dirigía a la cocina a preparar el más viscoso y más delicioso quáker con leche del mundo. Y antes de que cualquiera de nosotros dijera “Buenos días abuelita” ya estaba ella disponiendo las ollas y cortando las verduras en trocitos de exactitud matemática para prepararnos el almuerzo. Y mientras se cocían las verduras y echaban color los guisos, se sentaba al lado de la cocina a gas, que desdeñaba en un comienzo, a saborear sus trocitos de pan remojados en quáker con leche, haciendo largas pausas y dando mordiscos suaves y periódicos, cual sacerdote en ofrenda eucarística, con una parsimonia que no era producto de la disminución de sus fuerzas, sino de su sabia actitud ante la vida.

Mi abuelo, su hijo, había llegado también a nuestra casa un mes antes a insistencia de mi padre pues los muchos años de bohemia le estaban pasando factura (intereses moratorios incluidos) y aunque a regañadientes, había sido internado en una clínica cercana donde tratarían de curarlo. No había pasado ni una semana desde la llegada de mi bisabuela cuando recibimos la noticia de que los riñones de mi abuelo habían dejado de funcionar. Tras una corta agonía falleció por insuficiencia renal.

Dicen que mi bisabuela había criado a mi padre, su nieto, a mi abuelo, su hijo; había cuidado también de su esposo, mi bisabuelo, y desde muy corta edad, se había encargado de la atención de su padre, mi tatarabuelo. A la luz de los resultados, su caprichosa buena salud no había sido un don tan preciado pues mientras los eslabones más antiguos de esa cadena interminable que es una familia, se habían ido muriendo, a ella le había tocado en suerte mantenerse a pie firme sosteniendo la cadena, sepultando a los más antiguos, y cuidando de los más jóvenes sin emitir queja alguna.

Al contrario de lo que todos pensábamos, la partida de su hijo, mi abuelo, no la afectó demasiado, parecía siempre encontrarse de buen ánimo, excepto algunas mañanas muy temprano, cuando yo la sorprendía sentada en el jardín interior de la casa, con la mirada perdida y hablando sola con ese tonito arrullador que sólo la gente de la sierra es capaz de pronunciar, delicioso, melancólico y musical.

A partir de la muerte de mi abuelo fuimos nosotros, sus bisnietos, los destinatarios de toda su atención; sus mimos se hicieron más prolíficos, sus comidas más reconfortantes, las conversaciones en quechua con mi padre fueron más subliminales a mis oídos y los tejidos de tupida lana con los que nos enfundaba para soportar el frío serrano no tuvieron comparación.
Pero pronto la acrobática economía familiar fue ensombreciendo nuestro cómodo chalet como se oscurecen las tardes antes de una severa granizada. Mi padre era un policía ejemplar pero un pésimo negociante. Y si bien al comienzo no todo el dinero se perdió en las dislocadas empresas que iniciaba, su soledad terminó deprimiéndolo y conduciéndonos a todos a los linderos de la ruina.

Así pasaron varios meses en los que algo fue cambiando en casa. A medida que mi padre se sumía en más deudas, los cariños de mi bisabuela fueron adquiriendo una dimensión distinta, aunque se mostraba excesivamente maternal, nosotros ya estábamos bastante crecidos como para aceptarla como reemplazante de nuestra madre. Aunque no era su culpa, había llegado a nuestra casa demasiado tarde, a destiempo. Así que pronto sus cariños nos hostigaron, sus comidas perdieron el encanto y hasta mis hermanas prefirieron enfrentar al frío invierno en los brazos de algún adolescente oportunista y ya no con las chompas de lana tejidas por mi bisabuela.

Entonces ella, silenciosa y discreta, no hacía mayor cosa que acurrucarse al lado de la cocina a gas, que ya no desdeñaba tanto, inquebrantable en su intención de confeccionar innumerables prendas de lana con la esperanza de que alguna vez volviéramos a usarlas.
Así, nuestra anciana huésped fue paulatinamente convirtiéndose en un mueble confinado en un rincón de la cocina, aferrada a sus costumbres e imposibilitada de comunicarse con nosotros por las distancias del idioma y las insalvables brechas abiertas por el tiempo y las circunstancias.
Aquella noche mi padre había llegado borracho a casa y mi bisabuela, diligente como siempre, le había servido una gran taza de café cargado, lo había llevado hasta su dormitorio y le había intentado quitar los zapatos antes de recostarlo en su cama. Mi padre, obnubilado por el alcohol, se había empecinado en dormir con los zapatos puestos, algo que para mi abuela era inaceptable. “Déjame tranquilo que tú no eres ni mi esposa, ni mi madre” le había imprecado. Tras una pausa prolongada, ella sólo llegó a decir: “Ripucuchcaniñam ccamña allimlla” y en silencio se retiró a su habitación.

A la mañana siguiente, cuando me levanté, encontré ropas tiradas a lo largo del oscuro pasadizo que conducía al jardín interior; allí, junto a la puerta, se encontraba mi bisabuela sentada en una diminuta banca que se ahogaba entre sus polleras, cortando con unas viejas tijeras la última chompa que había tejido con incansable esmero. Sus labios susurraban una cancioncilla medio triste y medio dulce que me pareció reconocer, quizá de algún tiempo remoto en el que yo aún no existía.

Caminé hasta colocarme junto a ella, sus delicadas manos soltaron las tijeras y me acomodaron el cabello dándome luego la usual nalgadita convertida en caricia. “Ripucuchcaniñam ccamña allimlla huahua”, me dijo a mí también. A pesar de no entender el significado de aquella frase impronunciable para mí, supuse que quería que la dejara sola. Mientras ella retomaba sus insondables pensamientos me escabullí hasta el umbral de mi dormitorio desde donde todavía podía verla. Su canción terminó unos minutos después para dar paso a un silbido entonado, alternado con gorgoritos deliciosos que me hicieron sonreír. Y con toda calma, como la había visto desde su llegada, se levantó y caminó hasta su cuarto, abrió aquella diminuta maleta con la que había arribado, sacó las fotos que guardaba celosamente y las puso en su velador, en su lugar introdujo los retazos de las prendas de lana que había cortado; la cerró sin prisa, la puso debajo de su cama y se acostó.

La mañana estaba sorprendentemente quieta y tibia, las paredes verde pastel de su habitación hacían ver su cuerpo más pequeño y más distante. Alguna avecilla dejaba oír su trinar en el preciso instante en el que comprendí lo que sucedería después.

Con la mirada incrustada en el techo se persignó juntando sus manos, rezó con ese repetido susurro algodonoso y cuando hubo terminado se persignó, tomó la colcha que le llegaba hasta la cintura y se cubrió el cuerpo y luego el rostro, hasta quedar en la posición exacta en la que quedan los muertos. Y luego partió, partió en busca de la muerte que la había dejado olvidada en mi casa.

2 comentarios:

javier dijo...

Estimado Tanque:

Perdona que te caiga de sopetón en tu commment pero -dado mi analfabetismo informático, esto me pareció la manera más directa de comunicarme contigo. Te pongo al tanto de lo siguiente.

Daniel Salas, con la pedantería que lo caracteriza, me ha banneado con el pretexto que lo he calumniado. Daniel se mete contigo si le place (saca arbitrariamente a colación mi colaboración con terra como inconsecuencia ideológica pero, al saber que no me aprovechado pecuniariamente del asunto, me tilda de vanidoso) pero no le gusta que le busquen las costillas. En todo caso, te escribo para compartir contigo lo que era mi respuesta:

Daniel:

A tí te parece inconcebible que la gente que se llame combativa escriba en El Comercio o viva en EEUU (como me lo sugeriste respondiendo mi comment a tu útimo post sobre Intermezzo). Te interesa arrinconar a los disidentes al margen. Así no es y lo sabes. Me llamabas inconsecuente porque creías incoherente que escribiera en el portal de una empresa transnacional, ahora sencillamente me anulas porque no soy el típico asalariado que suponías.

No te rasgues las vestiduras Daniel. Aquí todo el mundo te está viendo. Sé generoso. Es la tercera vez que te lo digo. Reconoce las trincheras próximas y no las basurees. Mientras todo sea batalla de ideas, allá iremos todos con el pecho descubierto y el argumento a punto.

Ahora, al toro:

a) ¿El copyright impide la liberación de ideas?
El copyright pauta la liberación de las ideas.

b) ¿El copyright empobrece a los más pobres? ¿de qué manera?
El copyright forma parte del pack comercial del producto, que ya es caro. El autor no puede dictar a la empresa formatos del producto que sean más democráticos. El producto caro empobrece a lós más pobres.

c) Entonces ¿Se debe eliminar el copyright?
El problema no es el copyright. El problema es la estructura de distribución y consumo. El autor no es el ogro de la historia (coño, te lo han dicho ya en siete lenguas!!)

d) Si no se debe eliminar, ¿se debe restringir? Y si es así, ¿qué criterio se debe elegir?
Menos intermediarios entre autor y consumidor. Y punto pelota.

e) Con las leyes que propones ¿todas las invenciones deben registrarse como Creative Commons y ninguna puede registrarse como copyright?
Ejemplo de discusión bizantina. El fondo es buscar reconocimiento para el autor y actitud vocativa para el consumidor.

f) Si algunas invenciones pueden seguir registrándose bajo licencia de copyright, ¿no debería ejercer el Estado peruano la coerción para proteger tal tipo de propiedad?
El actual Estado peruano no es capaz de detener ni el contrabando ni la piratería. No pidas peras al olmo. Yo ya me cansé de pedirle al MINTRA que inspeccione las condiciones de trabajo de las trabajadoras del hogar y esperamos sentados.

g) ¿En qué consiste la "ley del uso del Software Libre en la administración pública y la educación"?
En lo mismo que en el Brasil y en Sudáfrica se aplica para desarrollar medicinas baratas para el SIDA, el IVH y las ETS. El bien común como base del desarrollo de una sociedad.

Quítate el amargón.Que siga el debate.


Dime Tanque si con lo dicho estoy calumniando a alguien. Dime si estoy ensuciando el debate.

Javier

P.D. Ah, y esto es lo que hago: http://lapizymartillo.blogspot.com/

Tanque de Casma dijo...

Hola Javier
No sabía que te habían banneado en el Gran Combo. Tal vez se trate de un error. No he seguido la discusión desde un par de comments después del último mío, y mal haría yo en opinar sobre el pleito entre Daniel y tú más allá que el comentario que mandas que no te dejaron publicar no me parece calumnioso. Espero que superen los malentendidos y sigan discutiendo con pasión.
Un abrazo