lunes, mayo 30, 2011

La ciudad es una selva de cemento o el sermón con trampa

Un comentario con sesenta años de demora a The asphalt jungle – the city under the city (1950)

“De una u otra forma, todos trabajamos para nuestros vicios”, frase dicha por uno de los protagonistas, resume la esencia de esta película de John Huston. Los personajes principales de esta historia se ven, en cierta manera, embarcados a una aventura de crimen y muerte por sus obsesiones más perniciosas.

“Doc” Riedenschneider (Sam Jaffe), un veterano hampón alemán especialista en organizar atracos, acaba de salir de la cárcel. Tiene en su mira el gran golpe, planificado al milímetro en sus años de encierro, con el que tranquilamente podrá retirarse de su oficio y dedicarse a su pasión: las jovencitas. Recluta a una gavilla de malandrines de poca monta en la que destaca Dix Handley (Sterling Hayden), un matón con serios problemas con el juego que sueña con recuperar la granja familiar en Kentucky.

Para completar el cuadro, tenemos al magnate en bancarrota Alonzo Emmerich (Louis Calhern), quien planea engatusar a estos delincuentes y robarles el botín. Él, a pesar del aplomo que busca proyectar, está en plena decadencia debido a una “rubia debilidad” por la que ha perdido fortuna y estabilidad. No lo culpamos. Su amante es una juvenil Marilyn Monroe.

Vista con los ojos del espectador actual, esta cinta puede parecer ingenua. Son otros tiempos. Un ejemplo, los policías comentando escandalizados el affair de Emmerich, “increíble, veinte años de matrimonio y lo que hace, lo que uno se entera…”. Por otro lado, que la amante lo llame tío hasta en privado para barajar su situación es costeante.

Otro ejemplo, el discurso triunfal del comisionado de Policía explicando la necesidad y entereza de su institución. Eso para no hablar del especialista en cajas fuertes, un italoamericano, padre de familia ejemplar, un estereotipo del buen hombre empujado a delinquir. Pero siendo sincero, son detalles que – salvo el del comisionado, que chirría – encajan con el resto de la cinta.

Por el desenlace fatal de todos los implicados en el robo y algún policía corrupto de yapa, se sugiere un mensaje para la película: el crimen no paga. La justicia puede tardar, pero llega. La ley es la ley, siempre triunfará. Pero es sólo una lectura, algo superficial, que deja de lado otros elementos.

Veamos sino, las maneras románticas en que el “Doc” y su lugarteniente Dix se encuentran con sus respectivos destinos. El primero, tan frío y calculador, está a poco de lograr fugar con todo el botín. Pero se distrae en un café. Ve a una pareja joven bailar al ritmo de una rockola. Pero a los chicos se les acaban las monedas, y la señorita quiere seguir danzando. El anciano hampón pierde valioso tiempo para darles dinero y ver a la jovencita mover el esqueleto. La cámara sigue con lujuria el contorneo de ese cuerpo fresco, motor y perdición del veterano ladrón. Imágenes bellas y eróticas a pesar de no mostrar casi nada de piel. Todo es felicidad hasta que el criminal es arrestado por un par de policías que lo reconocieron mientras él disfrutaba del espectáculo. Al darse cuenta que su “vicio” lo había perdido, contesta que bien había valido la pena.

Otro tanto similar sucede con Dix. El recio y leal matón sólo tiene una idea en mente: volver al hogar, su perdida granja familiar en Kentucky. Una herida mal curada no le es impedimento para emprender una suicida carrera de retorno. No importa que ya no le quede en el cuerpo suficiente sangre para mantener viva a una gallina – gráfica descripción hecha por un médico pueblerino –nada le impedirá llegar a su meta. Las últimas imágenes ya no corresponden a la jungla de asfalto. Es la campiña Kentuckeña. Dix cae en el prado añorado. El rostro del buscapleitos, ya con el rictus de la muerte, lo lame algún caballo. Todo listo para The End.

En cierta forma, ambos personajes logran su cometido, aunque sea brevemente. Le han sacado la vuelta a la sociedad. Han ganado en medio de su derrota más rotunda. Fueron fieles a su forma de ser y consiguieron lo que querían, o al menos un paliativo.

Deliciosa película, llena de frases de una ironía que no ha envejecido con los años. Para muestra, la respuesta del apabilado Emmerich a su amante, momentos antes de enfrentarse él a la justicia: “A ti te quedan varios viajes aún, querida”. Merece ser vista en pantalla grande, en lugar de tanta bazofia en cartelera con la que nos lobotomizan.






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